domingo, 11 de enero de 2015

Porque nunca se ha podido ganar la guerra contras el narco

Sensacionalistas, del pánico sobre la seguridad nacional y por el gran número de muertos relacionados con el narcotráfico en la frontera México-Estados Unidos (más de 121,000 muertos.

Desde la guerra declarada en 2006, aunque fuentes de EU la cifran en 150,000), está la historia escondida de los enredos de la política estadounidense en el hemisferio occidental. La historia es más profunda que la riesgosa "guerra" que inicio el presidente mexicano Felipe Calderón.

Contra las organizaciones de narcotraficantes y que dio continuidad su sucesor el presidente Enrique Peña Nieto. La historia es también más honda que el lamento de muchos liberales y libertarios estadounidenses por los fracasos de las guerra contra el narcotráfico.

Que Estados Unidos declaró desde principios de los años sesenta y que se volvió más agresiva con el pánico del "crack" durante los ochenta. Esta historia más profunda tiene que ver con los efectos imprevistos y de regreso (el blowback) que han tenido los intentos por contener el narcotráfico: la violencia y la amenaza a los intereses estadounidenses se han incrementado, y el centro del comercio se ha ido acercando a sus consumidores y al aparato prohibicionista de Estados Unidos pero de alguna manera en algunos estados ya se han aprobado leyes que permiten su consumo en este caso solo de la Marihuana las drogas mas potentes siguen siendo prohibidas y son estas las que dejan mas ganancias a los carteles de la droga mexicanos. Así como la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) con el terrorismo, la Agencia Antidrogas (DEA, por sus siglas en inglés) y sus precursores desataron su propio infierno con una estrategia de militarización global antidrogas.

La cocaína —alguna vez un comercio minúsculo, benigno y legal en un lugar recóndito de los Andes— se convirtió, bajo la creciente presión norteamericana, en comercio ilegal en los años cincuenta. Esto desencadenó el crecimiento espectacular de los cárteles colombianos de los años ochenta. Pongamos en perspectiva histórica la dimensión de este auge. Los suministros legales de cocaína a principios del siglo XX llegaron a su máximo de aproximadamente 10 toneladas (métricas) alrededor de 1900 y decayeron a menos de una tonelada en 1950. La cocaína que llegó de contrabando de los Andes a Estados Unidos volvió a sumar una tonelada en 1970, un año después de que Nixon le declarara la "guerra" al narcotráfico, y dos años antes de que se formara la burocracia expansiva trotamundos de la DEA. Para 1980, los refinadores y contrabandistas de cocaína, en aumento, enviaban alrededor de 100 toneladas hacia el norte, cifra que se multiplicó por 10 durante el boom de los años ochenta para alcanzar 1000 toneladas en 1990. Para mediados de los años noventa, la creciente presión estadounidense ahuyentó hacia el norte de México el tráfico rentable al mayoreo. Esto fue el preludio al actual enfrentamiento entre capos del narcotráfico y el Estado mexicano. La actual capacidad de coca ilícita, según los distintos datos de las Naciones Unidas y de Estados Unidos, es de entre 1000 y 1400 toneladas métricas, o más de cien veces la cifra del año 1900, el auge de la comercialización legal de la cocaína.

Noventa por ciento de la cocaína estadounidense circula por la inextricable frontera entre México y Estados Unidos, manejada por grupos de narcotraficantes locales. A través de los años, los exportadores mexicanos de drogas se han diversificado con mariguana, metanfetaminas y heroína. Sin embargo, cerca de la mitad del uso recreacional de la cocaína se lleva a cabo en Estado Unidos, donde el desembolso por esta droga constituye la mitad de los 80 000 millones de dólares en ventas ilegales de drogas. Dado este incremento asombroso en el suministro de la droga, no sorprende que el precio de venta al público haya caído en picada desde los años setenta. El objetivo de la DEA era el contrario: hacer que los precios de las drogas aumentaran para que ya no estuvieran al alcance de los adictos como de los consumidores ocasionales.

EL AUGE Y LA CAÍDA DE LA COCAÍNA LEGAL: 1885-1947
El boom de cocaína de la región andina a finales del siglo XX en realidad se fundó en los restos de la economía legal caduca de la cocaína, la cual legó las técnicas y redes regionales al naciente comercio ilícito. La producción de cocaína, principalmente para analgésicos y otros usos medicinales, atravesó por dos fases. Primero despegó entre 1885 y 1910, estimulada por compañías farmacéuticas alemanas, consumidores y autoridades estadounidenses y por las élites médicas y regionales peruanas. La segunda fase, la disminución considerable de la mercancía de 1910 a finales de los años cuarenta, que se debió a plantaciones rivales coloniales en Java holandesa y en Formosa japonesa, disminuyendo el uso medicinal de la cocaína y el impacto original de la campaña norteamericana y de la Sociedad de Naciones para prohibir la cocaína calificándola de "narcótico".

En un giro inesperado, después de 1905 Estados Unidos —quien en el inicio impulsó fervientemente la droga— se convirtió en el enemigo global de la cocaína después del pánico nacional sobre el uso popular y los abusos de las compañías farmacéuticas. Sin tener intereses coloniales formales, las primeras autoridades antidrogas estadounidenses se convirtieron en defensores de la erradicación de las drogas desde sus orígenes. Sin embargo, hasta la década de 1940, a pesar de su creciente influencia informal en la región andina, Estados Unidos no pudo coaccionar ni convencer de los males de la cocaína a las naciones productoras. La industria en Perú, basada en la tecnología local para hacer sulfatos de cocaína con hoja de coca de cultivo indígena (cocaína cruda, un antecedente de la actual pasta básica de cocaína o PBC), disminuyó y se centralizó en una región andina centro-oriental: la provincia de Huánuco, ligada a los campos de coca del Amazonas del Valle del Alto Huallaga.

Esta cultura precursora de drogas dejó tres legados principales. Primero, la cocaína legal era principalmente un comercio apacible, salvo por algunos caudillos locales que vivían del comercio y reclutamientos laborales de "enganche" en las plantaciones de coca fronterizas en la Ceja Andina. Segundo, economías legales de cocaína como la del Perú no generaron, ni durante su auge ni su caída, redes de contrabando transfronterizas (aun cuando ya se conocían los placeres recreativos de la "coca" y la existencia de bandas de robos de farmácos en Estados Unidos y en Europa). Un mundo multipolar de cocaína prevaleció entre 1910 y 1945, cuando algunas naciones como Estados Unidos lograron prohibir el uso no medicinal de la cocaína, y otros como Perú y Holanda abiertamente fabricaban y toleraban la droga. Esta diversidad de regímenes no generó incentivos en los precios del mercado negro ni causó una competencia violenta. Tercero, el comercio caduco y anticuado de la cocaína sobrevivió como la base de la vida en la región apartada de Huánuco, e hizo que para finales de la Segunda Guerra Mundial se convirtiera en el último baluarte mundial de producción tradicional de cocaína.

NACE LA COCAÍNA ILEGAL, 1947-1973

Después de la guerra, Estados Unidos emergió como la indiscutible potencia en asuntos mundiales relacionados con las drogas, con su visión erradicacionista ampliada por medio de las nuevas agencias antidrogas de las Naciones Unidas como la Comisión de Drogas Narcóticas (CND, por sus siglas en inglés). En combinación con regímenes obedientes, alineados del lado estadounidense durante la Guerra Fría, el Buró Federal de Narcóticos (FBN, por sus siglas en inglés) y el Departamento de Estado finalmente pudieron realizar su antigua meta de criminalizar la cocaína (y en papel, hasta la hoja andina de coca): en Perú en 1948 y en Bolivia en 1961, después de su caótica revolución de 1952.

La consecuencia inmediata de la criminalización total de la cocaína —acompañada en 1947 de una campaña secreta en el extranjero por parte del FBN en contra de la cocaína andina— fue el nacimiento, la difusión y el crecimiento de un circuito ilícito de producción de cocaína. Geográficamente, la cocaína ilegal era un movimiento popular, descentralizado y fluido de "químicos" modestos, contrabandistas y dueños de centros nocturnos que surgieron de mundos sociales diversos, incluyendo refugiados y emigrados culturales. Ellos se unieron para establecer nuevos ámbitos de distribución de drogas y estaciones de paso en toda Sudamérica y el Caribe. El tráfico de cocaína no fue producto de redes internacionales de una mafia ni de cárteles criminales. A principios de los años sesenta, un nuevo grupo de campesinos productores de coca se unió a estos contrabandistas cada vez más astutos y experimentados. Campesinos de las tierras altas, marginados durante la "década de desarrollo" de los años sesenta patrocinada por Estados Unidos, empezaron a emigrar en masa hacia las tierras bajas de Bolivia y la parte occidental de Perú, atraídos por el espejismo de los proyectos amazónicos de desarrollo. La unión de los contrabandistas con una base de suministro fijo entre los campesinos andinos causó la erupción descontrolada de la cocaína en las décadas siguientes.

Al revisar los archivos de la policía, aparecen patrones más amplios y muchos de ellos apuntan a una influencia de la Guerra Fría. La droga ilícita nació en la región Huánuco-Alto Huallaga del oriente de Perú, cuando de 1948-1949 el régimen militar pro estadounidense del general Manuel Odría tomó medidas enérgicas en contra de las últimas fábricas legales del país, encarcelando a varios manufactureros (a quienes calificó de subversivos de izquierda) y mandando a otros por conductos clandestinos. La técnica que pasó a manos ilícitas era la tradicional "cocaína cruda" de la jungla peruana, que los campesinos contratados podían adoptar fácil y económicamente con químicos de desarrollo como el queroseno y cemento con cal.

Para los años cincuenta los contrabandistas llevaban PBC andino a refinadores de polvo de cocaína (HC1) por dos rutas principales de transbordo: un traslado caribeño vía La Habana (un centro de mafiosos latinoamericanos atraídos por regímenes corruptos y dólares hedonistas), y por el norte de Chile, donde los clanes de comerciantes de origen árabe de Valparaíso movían la coca por la costa occidental vía escondites, y con aliados panameños y mexicanos. Mientras tanto, la represión estricta de la cocaína en Perú, apoyada por Estados Unidos, y la falta de autoridad e influencia estadounidense en la Bolivia revolucionaria significó que la producción clandestina de PBC se extendiera rápidamente a Bolivia, que se convirtió en el principal sitio de incubación de la cocaína ilegal durante los años cincuenta con docenas de pequeños "laboratorios" desperdigados por todo el territorio.

A principios de los años sesenta, la cocaína se encontraba en todo el hemisferio. Había esferas prósperas de consumidores y contrabando por todo Argentina y Brasil e incipientes consumidores (todavía latinos o afroamericanos, principalmente) en ciudades de Estados Unidos como Nueva York y Miami. Dos hitos de la Guerra Fría aceleraron el ascenso de la cocaína. Primero, la revolución social de Fidel Castro en 1959 expulsó de La Habana a la naciente clase de traficantes de cocaína, quienes llevaron sus habilidades y contactos a Sudamérica, México y en ciertos casos hasta a Miami y a Nueva Jersey. Estos exiliados de derecha, no Castro, como alegaban en pleno fervor anticomunista de la época, formaron la primera red internacional de narcotraficantes profesionales. Segundo, los esfuerzos de Estados Unidos para recobrar autoridad sobre la revolución de izquierda del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en Bolivia llevó en 1961 a una campaña antinarcóticos en conjunto con ese país (y a un cambio militarizado conservador en 1964) que causó la emigración de miles de campesinos y traficantes a las regiones cocaleras inaccesibles y fronterizas de Chapare, Santa Cruz y Beni, en las tierras bajas de Bolivia. Mil novecientos sesenta y uno también fue el año de la Convención Única de Estupefacientes de Naciones Unidas que codificó internacionalmente por primera vez la visión erradicacionista de Estados Unidos sobre la coca andina.

Entretanto, las autoridades antidrogas de Estados Unidos, que estaban alarmados por su incapacidad de detener la nueva droga, organizaron numerosas cumbres secretas en Latinoamérica (1961-1964) junto con misiones de Naciones Unidas y redadas de Interpol. Estas medidas represivas contribuyeron al esparcimiento de los grupos habituales de traficantes y contrabandistas. Sin embargo, para finales de los años sesenta el incremento de regímenes "autoritarios burocráticos" respaldados por Estados Unidos en países como Brasil y Argentina hizo que las rutas de larga distancia de la cocaína pasaran por Chile: la única democracia vigorosa del continente, donde el desmantelamiento de los clanes originales de drogas en el norte en los años cincuenta provocó un comercio competitivo de exportación, ligado a un suministro más dinámico de pasta de coca boliviana y una vez más, peruana.

Para 1970, las autoridades antidrogas norteamericanas estaban extremadamente alarmadas por el ascenso de esta nueva cadena del producto ilícito, todavía fuera del alcance del público. En realidad las dos décadas de esfuerzos desesperados por contenerla habían causado su proliferación. En retrospectiva, hay dos aspectos de la cultura de la cocaína en los años sesenta que deberían de haberlos tranquilizado. Primero, el comercio se llevaba a cabo sin violencia: la red que traficaba cocaína era pacífica, parecida a muchas formas tradicionales de contrabando en las fronteras latinoamericanas. Los chilenos y los cubanos no se mataban entre sí en las calles disputando territorios ni partes del negocio. Segundo, ese comercio estaba geográficamente contenido en lugares muy remotos de Sudamérica: en terrenos deforestados en el oriente de Perú y en Bolivia, y en su mayor parte sacado por contrabando desde la antípoda Chile. Dejando de lado el blowback de la intromisión estadounidense, la cocaína era un asunto casero en Sudamérica.

EL ASCENSO Y LA CAÍDA DE LOS CÁRTELES COLOMBIANOS, 1973-1995
Antes de los años setenta, Colombia no participaba sistemáticamente en el comercio sudamericano de la cocaína, aunque contaba con empresarios astutos, contrabando regional, crecientes exportaciones "marimberas" de mariguana desde la costa norte caribeña, y con un legado terrorífico de violencia cotidiana en los años cincuenta. Con la llegada tardía de los colombianos durante la era de Richard Nixon (1969-1974), la cocaína adquirió una dimensión política hasta entonces desconocida.

Dos eventos de la Guerra Fría propulsaron la cocaína hacia el norte. El primero, consecuencia de la vigorizada política exterior anticomunista de Nixon-Kissinger, fue el golpe militar en Chile de Augusto Pinochet en septiembre de 1973. Además de desmantelar la democracia chilena, Pinochet, para congraciarse con Nixon y su recientemente formada DEA, lanzó a finales de 1973 una campaña draconiana en contra de los principales traficantes chilenos de cocaína, a quienes encarceló o expulsó con rapidez del país. El impacto —en 1970 los colombianos de bajo rango eran "mulas" de los grupos chilenos— fue un cambio rápido de la ruta de la pasta de coca campesina de Huallaga y de las tierras bajas de Bolivia hacia el norte, pasando por el pueblo fronterizo amazónico de Leticia y luego hacia el centro de Colombia. Contrabandistas pioneros en Medellín como Pablo Escobar y los hermanos Ochoa reestructuraron el comercio y expandieron de forma espectacular su escala y alcance. El segundo evento fue la declaración de Nixon en 1969, por razones políticas, de la "guerra" en contra de las drogas, principalmente en contra de la benigna mariguana (el "opio" de los alumnos antiguerra y de la cultura juvenil) y de la heroína (un verdadero opio temido por los veteranos de la guerra de Vietnam y el chivo expiatorio de la ola de crímenes de "negros" en las ciudades estadounidenses en decadencia) . Las disposiciones enérgicas tomadas con respecto a estas drogas —los recorridos aéreos de la Operación Intercepción, el bloqueo de la frontera mexicana y las medidas en contra la red del tráfico de heroína llamada la Conexión francesa— crearon una apertura perfecta del mercado a la cocaína andina, introduciéndose en la cultura estadounidense de principios de los setenta como una "droga blanda" glamurosa y costosa. Era más fácil, seguro y rentable traficar cocaína, por lo que los proveedores de mota de Colombia, Miami y México cambiaron rápidamente de producto.

Se ha hablado mucho de los cárteles colombianos —término equivocado para estos robustos negocios regionales de familia—, pero se sabe poco sobre su nacimiento. Una vez propulsada a Colombia, la cocaína prosperó en lugares como Medellín. No es casualidad que fuera el epicentro empresarial nacional en decadencia. Empresarios como Escobar, Ochoa y Carlos Lehder se aprovecharon de las rutas de transporte al mayoreo por las islas caribeñas, de los trabajadores colombianos desperdigados en lugares como Miami y Queens, y de la falta de atención de la DEA en los años setenta (la cocaína aún era considerada una droga blanda de los ricos). Para 1975, el comercio se había expandido a cuatro toneladas, y para 1980 los colombianos estaban moviendo 100 toneladas de cocaína a Estados Unidos, disminuyendo los precios. Las exportaciones se concentraban en tres principales grupos regionales: Medellín, Central (Bogotá) y Cali (del Valle). Esta última era una nueva ciudad en expansión, convenientemente cerca al puerto de Buenaventura en el Pacífico, donde operaban clanes como el de Rodríguez Orejuela y el de Herrera. Sin embargo, hasta principios de los años noventa, Medellín, bajo el liderazgo carismático de Escobar, manejaba alrededor de 80% del comercio, más de la mitad proveniente de pasta de coca producida en Huallaga en el oriente de Perú, y lo demás de Bolivia.

Para mediados de los años ochenta había cerca de 22 millones de consumidores de cocaína en Estados Unidos. Precios a la baja y mercados de descuentos racialmente etiquetados (como el "crack" afroamericano), así como la creciente violencia relacionada con la droga hicieron que la cocaína se convirtiera en el peor mal según los guerreros antidrogas estadounidenses, la prensa y el público. Propagada por los republicanos Reagan y Bush, la histeria de la cocaína llevó a la drástica militarización de la campaña en el extranjero en contra de la planta de coca. Era difícil encontrar aliados confiables entre los regímenes tolerantes de la droga de Perú, Colombia y Bolivia durante el narcorégimen corrupto de García Meza. La escalada de los esfuerzos hemisféricos en Perú (ayuda militar directa y una base militar armada en la Huallaga), Bolivia (Operación Blast Furnace y fuerzas UMOPAR antidrogas entrenadas por Estados Unidos), Colombia (un pacto forzado de extradición para fines de los ochenta) y Panamá (la invasión en 1989 para derrocar a Manuel Noriega, ex aliado de Estados Unidos) no pudieron detener a la cocaína. Todo lo contrario. La presión norteamericana provocó, por una parte, la mejora en las habilidades comerciales de los narcotraficantes y en su capacidad para ocultarse, por la otra, la duplicación de la coca amazónica entre 1982 y 1986 (cosechas aseguradas contra tierras capturadas) y, también, la baja del precio al mayoreo de la droga, de 60 000 a 15 000 dólares el kilo (registrado en el sur de Florida) a lo largo de la década.

La competencia y los intereses monetarios aumentaron a millones de dólares por cargamento y los colombianos recurrieron a la violencia estratégica, en contraste con el anterior comercio pacífico de la cocaína. Los colombianos desplegaron sicarios en Estados Unidos en contra de los restantes distribuidores cubanos. Para principios de los ochenta, la ciudad de Miami estaba abrumada por guerras entre pandillas donde los "vaqueros de la cocaína" de la era de Miami Vice luchaban por controlar un pedazo del territorio. En Colombia, la violencia seguía siendo principalmente un arma defensiva contra policías e informantes, aunque los sobornos eran una práctica bastante efectiva. Los traficantes, como cualquier clase empresarial creciente, intentaron primero conseguir una mayor legitimidad social: se postularon para gobernantes (Escobar fue brevemente senador del Partido Liberal), financiaban a candidatos, ofrecían treguas estratégicas y apoyo fiscal al Estado y proporcionaban servicios locales y organizaciones benéficas. Pero la mezcla de la presión por parte de Estados Unidos y la ansiedad colombiana con respecto a las "infiltraciones" del narco en el gobierno llevaron a un rompimiento de este equilibrio a mediados de los años ochenta. Después de 1984, la impunidad relativa de los narcotraficantes disminuyó (empezando con la expulsión por parte del ministro de Justicia, Lara Bonilla, del políticamente ambicioso Escobar), y los traficantes respondieron con una descarga de ataques simbólicos y puntuales en contra del Estado colombiano: bombardeos terroristas, secuestros, asesinatos de jueces, candidatos nacionales y periodistas, incluyendo el asesinato del mismo Lara Bonilla.

Colombia, de por sí inundada de violencia política (incluyendo una ola doméstica de guerrillas y paramilitares), se convirtió en la capital mundial de homicidios. Entre 1980 y 1990, Medellín sufrió un enorme incremento de asesinatos, de 730 a 5300 por año, anticipando la suerte actual de Ciudad Juárez. Escobar movilizó a su ejército de asesinos contra todo enemigo, hasta llegar a una guerra abierta entre el cártel de Medellín y el gobierno después de 1987, cuando Estados Unidos lanzó con Colombia una política de extradición judicial de los "peces gordos". Esta ofensiva "Barco-Bush" señalaba la falta de confianza en el desarrollo de las instituciones colombianas y desalentó las iniciativas nacionales serias para llegar a una solución de acuerdos políticos con los narcotraficantes. Se registraron algunas victorias simbólicas, pero fueron los colombianos, y no los estadounidenses, quienes pagaron el alto precio en sangre y en un deterioro de los derechos humanos, incluyendo a finales de 1993 la dramática cacería humana y el asesinato del personaje fugitivo Escobar.

Si actualmente sirve de lección para México, la guerra de principios de los noventa en contra de Medellín y de los demás cárteles en realidad no "funcionó". Su principal logro fue que el centro de gravedad de la cocaína se desplazara de esa ciudad sitiada hacia la de sus rivales en Cali. Varios observadores de esa época interpretaron la campaña como un acuerdo tácito entre el Estado colombiano y los traficantes más discretos y cooperativos en contra de personajes imprevisibles como Escobar. El criminólogo Michael Kenney hábilmente ilustró que la intervención estadounidense y la represión relacionada con las drogas en Colombia durante los años noventa llevaron en última instancia al desarrollo de organizaciones de narcotraficantes mucho más eficientes. Colombia ahora alberga a más de 600 redes de exportación de drogas bien camuflajeadas, a los llamados cartelitos "boutique", que se han diversificado con estrategias globales de exportación (a Brasil y a Europa), con drogas complementarias (heroína en los años noventa y más recientemente fármacos adulterados) y tecnologías mejoradas (contrainteligencia de alta tecnología, coca genéticamente alterada, submarinos escondidos).

Otras dos medidas represivas de la guerra antidrogas cambiaron la geografía de la cocaína. Primero, a principios y mediados de los años ochenta, alarmados por la intensidad del narcotráfico, el lavado de dinero y la violencia ligada a las pandillas en el condado de Dade —el punto principal de entrada de la cocaína colombiana— la DEA y los agentes federales concentraron sus esfuerzos para interceptar droga en las costas del sur de Florida. La Fuerza de Tarea Conjunta de Florida, de tipo militar, y ofensivas como "Operación Pez Espada" integraron a más de 2000 agentes liderados por el vicepresidente George H.W. Bush. Para finales de los años ochenta, los colombianos estaban activamente retirándose del corredor Caribe-Florida. La redada de 1992 que llevó a la captura del traficante Harold Ackerman y a la exposición de la red que controlaba fue la gota que derramó el vaso para los exportadores de Cali, quienes ya usaban puntos de embarque alternativos vía Panamá, Centroamérica y el norte de México, agenciados por el hondureño Juan Matta Ballesteros. Drogas residuales del Caribe fluyeron por Haití, el "Estado fallido" más cercano a las fronteras estadounidenses (más aún después de la intervención en contra de Aristide), manejadas por su codiciosa casta militar de la era Duvalier. En general, las incursiones en los ochenta en contra de la cocaína colombiana en Florida generaron un poderoso empujón blowback a los nacientes narcotraficantes mexicanos.

El desplazamiento de la cocaína a Colombia fue otro cambio estructural de finales de los noventa. La presión estadounidense y los regímenes de derecha lograron por último reducciones visibles de la coca ilícita andina. En Perú, el régimen autoritario Fujimori-Montesinos, alarmado por el lucrativo baluarte Huallaga que estaba bajo el control de Sendero Luminoso, adoptó políticas militares de supresión, incluyendo el corte del puente aéreo de la cocaína hacia el norte. En Bolivia, el Plan Dignidad patrocinado por Estados Unidos, finalmente terminó con las exportaciones de pasta de coca, dejando, sin embargo, a su paso el movimiento militante campesino de la coca, que propulsaría, como blowback político, al cocalero nacionalista Evo Morales a la presidencia en 2005. Estas victorias temporales simplemente movieron la cosecha de la coca a Colombia, un país con poca tradición cocalera indígena, concentrando de forma masiva la industria vertical-integrada agrícola de la cocaína para finales de los años noventa. La cocaína había dado otro paso enorme hacia el norte.

El desenlace de estos cambios en la cocaína fue el Plan Colombia de 1999, establecido en el último año de gobierno del demócrata Bill Clinton, y luego adoptado en Bogotá como alianza estratégica de facto por el presidente conservador Álvaro Uribe. Han habido muchos debates acerca del Plan Colombia —el costo en derechos humanos incluye a casi cuatro millones de desplazados internos, versus las ganancias aparentes en contra del crimen urbano y las viejos movimientos insurgentes de izquierda—. Pero un resultado es bastante claro: como política antidrogas ha fallado por completo en su intento por detener el comercio de la cocaína que sigue prosperando en los Andes. Vendido de manera costosa y con el objetivo de eliminar la cocaína ilícita, el Plan Colombia se considera ahora en Washington un programa exitoso de "seguridad" o de desarrollo de nación, precursor y modelo para la guerra contra el narcotráfico en México.

MÉXICO APROVECHA LAS OPORTUNIDADES, 1985-2014
Desde mediados de los noventa, el lugar más caliente y rentable del viaje de la cocaína hacia Estados Unidos ha serpenteado miles de kilómetros hacia el norte hasta llegar a la zona fronteriza entre Estados Unidos y México —hasta el mercado estadounidense y sus instituciones antidrogas—. Desde 2007, la ofensiva respaldada por Estados Unidos del presidente mexicano Felipe Calderón en contra del narcotráfico ha provocado una explosión de violencia con la intensidad de una guerra civil los años mas violentos fueron 2008 a 2011. Los mismos guerreros antidrogas de Washington, cuyas políticas del pasado contribuyeron al violento desplazamiento hacia el norte de la cocaína, tienen pánico por la desestabilización de su frontera.

Desde principios del siglo XX, ciudades fronterizas como Tijuana, Nogales y Juárez vieron el contrabando de fármacos patentados ilegales (incluyendo cocaína), alcohol prohibido antes de la Segunda Guerra Mundial, opiáceos caseros y luego mariguana entre los años cuarenta y sesenta. Para la década de los setenta, en la prehistoria de las organizaciones de narcotraficantes mexicanas, la ciudad de Culiacán, Sinaloa, emergió como la capital del comercio mexicano de drogas, pues estaba inmersa en una fuerte cultura regional de bandidos y contrabando a la que se le vinieron a sumar los nuevos cultivos fronterizos de droga y el tráfico casual hippie. En la actualidad, la mayoría de los narcotraficantes mexicanos siguen saliendo de las clases bajas del norte, aunque muchas veces alineados y profesionalizados con empresarios locales y políticos cultivados durante décadas de gobierno priista . La dispersión de las mafias de narcotraficantes de Cuba a principios de los sesenta trajo la primera ola importante de coca a México. Para mediados de los setenta (después del bloqueo de la "Operación Intercepción" de Nixon, en 1969-1970, de la mariguana y amapola mexicana), la cocaína encontró un camino ordenado por México, junto con la multitud de drogas que siempre han cruzado y seguirán cruzando México por tierra y por mar. Sin embargo, a mediados de los ochenta, la organización de Herrera en Cali aumentó el envío de cocaína a Culiacán y Mazatlán. Según cifras del Departamento de Estado, para 1989 la tercera parte de la cocaína para el mercado estadounidense entraba por México; para 1992, esa cifra alcanzó 50%, y para finales de los noventa era de 75 a 85 por ciento. A mediados de los noventa, los ingresos generados por exportación de droga en México, debido principalmente a este repentino aumento de cocaína, se reportaban entre 10 000 millones de dólares (según cifras oficiales estadounidenses) y 30 000 millones de dólares (cifras mexicanas). De cualquier forma excedía los ingresos del mayor producto mexicano de exportación, el petróleo (7.4 mil millones de dólares).

Este cambio fue un efecto blowback de la presión estadounidense sobre el cártel de Medellín en los ochenta así como de la prohibición de los corredores aéreos y marítimos de narcotráfico en Florida. El poder pasó a Cali, que tenía sus redes diversificadas en el Pacífico. La cocaína pasaba por Centroamerica, destrozada por las complicadas guerras civiles (tenía aliados y refugios entre múltiples personajes como los "contras" nicaragüenses apoyados por la CIA). Los colombianos se asociaron con traficantes mexicanos especializados en cruzar mercancía por la frontera, primero pagando una simple comisión de 1000 a 2000 dólares por kilo. Pero algunos mexicanos, empezando por el sinaloense Miguel Ángel Félix Gallardo, quisieron diversificarse y rápidamente les ganaron el poder a los colombianos, exigiendo más bien la mitad de la tajada en especie. Al comercializar ellos mismos la cocaína sus ganancias se multiplicaron de cinco a 10 veces y se desarrollaron redes de narcomenudistas entre las pandillas mexicanas en Estados Unidos. Los traficantes sinaloenses se dispersaron en el territorio mexicano, en parte como consecuencia de su exposición tras el "caso Camarena" en 1985 (el agente secreto estadounidense asesinado en medio de intrigas entre oficiales y narcotraficantes), dividiéndose en una serie de "cárteles" regionales. La DEA calculó que el flujo de ingresos del ahora autónomo cártel de Sinaloa en los años noventa superó por mucho el boom previo del de Medellín. Los narcotraficantes mexicanos, después del año 2000, dieron un paso más al empezar a comprarles directamente a los productores campesinos del otro lado de la frontera en zonas retiradas como Huallaga en Perú, superando la conexión original colombiana, un factor en la reciente revitalización del comercio de la coca en Perú. Otras fuerzas contribuyeron al ascenso de la cocaína: la crisis económica de la "década perdida" de los ochenta en México, la agonía política (1988-2000) del Estado autoritario priista, la transformación social de ciudades fronterizas como Juárez y Tijuana en urbes descontroladas repletas de miseria y el boom del comercio en la frontera con Estados Unidos antes y después del Tratado de Libre Comercio (TLC) en 1994. Los mexicanos también adoptaron el comercio de metanfetaminas que llegó de Estados Unidos, y en los últimos años ha habido una reactivación de producción de mariguana para satisfacer la demanda en California.

Las grandes ganancias de la cocaína causaron un cambio geográfico en las organizaciones de narcotraficantes mexicanas que proliferaban en el norte. La droga pasó de Sinaloa, donde operaban los pioneros Pedro Avilés Pérez y Félix Gallardo, a bases en el norte, en Tijuana, Juárez, Matamoros, Reynosa, y a lugares de paso en toda la República Mexicana. Así como sucedió en Colombia, los operativos antidrogas a partir de los años setenta fortalecieron estas organizaciones, ya que eliminaban a los traficantes más débiles y menos eficientes y favorecían a las estructuras verticales protectoras (aunque éstas son demasiado flexibles, innovadoras y basadas en el mercado para ser denominadas "cárteles"). Una transición clave ocurrió a mediados de los ochenta cuando Pablo Acosta (quien murió en 1986) estableció un centro de embarque de cocaína al mayoreo en Ojinaga, Chihuahua (cerca de los cruces fronterizos por río de El Paso) que aprovechó aviones de cargamento para transportar el producto desde Colombia. Su sobrino, Amado Carrillo Fuentes, se ganó su apodo El Señor de los Cielos por dominar las rutas aéreas y se convirtió en el narcotraficante más rico y famoso de México en los años noventa. Este negocio se fusionó con el cártel de Juárez, un grupo formado por el magnate de bienes raíces Rafael Muñoz Talavera con la ayuda del comandante local de la Policía Federal. Carrillo Fuentes forjó lazos con el régimen de Salinas (1988-1994), llevando así al cártel de Juárez a su época dorada de mediados de los noventa, hasta su misteriosa muerte durante una cirugía plástica en 1997. Para mediados de los noventa, Juárez sobrepasó a Sinaloa para convertirse en la plataforma líder mundial de reexportación de drogas. Así como Cali en Colombia, los intereses de Juárez explotaron la campaña posterior a 1985 en contra de los sinaloenses. Félix Gallardo dispersó a sus hombres en todo el territorio noroccidental mexicano, hasta que fue encarcelado por Salinas en 1989. A partir de ese momento, las organizaciones rivales se desarrollaron con socios regionales que expandieron o se separaron de sus antepasados sinaloenses, como los hermanos Arellano-Félix de Tijuana.

Otras agrupaciones incluían al cártel de Matamoros, o del Golfo, organizado por Juan N. Guerra y espectacularmente expandido por Juan García Ábrego durante la era de Salinas. Tras la captura de García Ábrego, y su extradición a Estados Unidos por el nuevo presidente Ernesto Zedillo —un mensaje político contundente— las fortunas del cártel del Golfo se incrementaron ya que el gobierno mexicano se enfocaba ahora en Juárez. La muerte de Carrillo Fuentes de Juárez y la militarización de Zedillo de los conflictos relacionados con el narcotráfico a finales de los años noventa permitieron que el innovador Osiel Cárdenas, del cártel del Golfo, reclutara a los Zetas, antiguos miembros de la unidad antidrogas del ejército, originalmente entrenados en la Escuela de las Américas de Estados Unidos. Un caso contundente de blowback, los despiadados y ahora tristemente célebres Zetas crecieron con las fuerzas del Golfo y se separaron para formar su propio grupo en toda la República Mexicana después de 2003.

Para los años noventa, los espectaculares miles de millones de dólares obtenidos de la cocaína y las necesidades riesgosas de su comercialización, venían a evidenciar y minar la tradicional colusión del Estado mexicano con los comerciantes locales de drogas. Después de la Revolución Mexicana, los grupos de contrabando ganaron cierto grado de complicidad con los jefes políticos, la policía local y el ejército del norte. Cuando el Partido Revolucionario Institucional (PRI) ascendió como máquina política autoritaria nacional para principios de los años cuarenta, estos arreglos, aunque a veces inestables, servían para mantener el comercio fronterizo y los flujos ilícitos financieros a niveles aceptables y con un mínimo de violencia y competencia —un equilibrio de Estado que se echa de menos desde finales de los años ochenta—. El asalto de la "Operación Cóndor" a las zonas productoras de mariguana y opio en Sinaloa, Chihuahua y Durango a finales de los setenta, asistido por Estados Unidos (junto con el revelador secuestro del agente de la DEA Kiki Camarena en 1985) marcaron la desarticulación del pacto tradicional entre el Estado y los traficantes de Sinaloa. Estados Unidos hizo un reajuste de su apoyo al régimen autoritario de México que se encontraba en problemas después de las dudosas elecciones de 1988, condicionando este apoyo al combate contra el narcotráfico y la liberalización comercial.

El régimen de Carlos Salinas de Gortari marcó dos momentos decisivos en las políticas antidrogas. Por un lado Salinas, tratando de restaurar la imagen de México en Estados Unidos en medio de las negociaciones del TLC, adoptó por primera vez un importante papel nacional en la guerra contra las drogas dirigida desde Estados Unidos. Entre 1992 y 1993, con asistencia estadounidense, se modernizaron las instituciones de patrullaje basándose en el modelo interagencia de la DEA. Por su parte, la Procuraduría General de la República (PGR) recibió fondos considerables para combatir el narcotráfico. El enfoque también cambió del lado estadounidense de la frontera, militarizada y denominada "región de alta intensidad de narcotráfico" durante la Iniciativa Frontera Sudoeste de los años noventa. Por otra parte, cualquier intento de controlar o restringir el narcotráfico fue cuestionado por el fuerte involucramiento de los funcionarios nombrados por Salinas (y miembros de su familia como Raúl Salinas) en los florecientes comercios de drogas, así como por los asesinatos de políticos de alto rango ligados a las drogas. La prohibición de la cocaína multiplicó las oportunidades de corrupción. Según un estudio, los sobornos relacionados con el narcotráfico se elevaron de entre 1.5 y 3.2 millones de dólares en 1983 a 460 millones de dólares en 1993, cifra superior al presupuesto de la Procuraduría General, y miles de agentes federales empezaron a facilitar el comercio de drogas. La desestabilización provocada por las drogas, en México, se volvió del dominio público durante el sexenio de Zedillo después de 1994, cuando el nuevo presidente, contrario a las normas, abiertamente condenó la corrupción de su predecesor, para liberar al nuevo régimen priista de cualquier asociación con el caos político-económico heredado en la transición de 1994. El punto crítico de esta exposición estatal, en 1997, fue la vergonzosa revelación internacional (mientras inteligencia, entrenamiento y fondos estadounidenses penetraban la guerra antidrogas mexicana) sobre el jefe militar de la "DEA mexicana", el General Gutiérrez Rebollo, que estaba coludido con el cártel de Juárez; un incidente que se utilizó en la película hollywoodense Traffic. La larga guerra estadounidense contra la cocaína, que había comenzado en los años cuarenta, había llegado para quedarse.

¿Y AHORA QUÉ?

Así como el general Odría en Perú en 1948, Pinochet a finales de 1973 en Chile y el presidente Barco en Colombia a finales de los ochenta, y la guerra del presidente Felipe Calderón contra el narcotráfico 2006-2012 hasta el fin de su régimen y el regreso del PRI con el ahora presidente Enrique Peña Nieto que da continuidad a la guerra sin poder disminuir las muertes violentas puede favorecer los objetivos de Estados Unidos a corto plazo, pero es inevitable que a la larga desencadene problemas mayores y más duraderos. Calderón, quien empezó su mandato en 2006 con unos pocos de miles de votos de diferencia, disputados por el candidato carismático de izquierda, era como George W. Bush en 2000: un líder en busca de una misión. En 2000 el PAN, su partido, había roto con el monopolio del PRI. Tenía una mayor autonomía con respecto a los narcotraficantes que el saliente PRI, aunque pronto se empantanó en sus propias políticas antidrogas. Calderón obtuvo apoyo con la Iniciativa Mérida de octubre de 2007, un pacto de seguridad regional modelado en el Plan Colombia, obsequio que le dejó el saliente Bush a un sorprendentemente obsecuente Barack Obama. Destinó 830 millones de dólares a México sólo en 2009, convirtiéndolo en el programa de ayuda extranjera más grande del mundo. Calderón terminó por militarizar este conflicto, mandando miles de tropas y policías federales a centros del narcotráfico, convirtiendo a Ciudad Juárez, entre otras cosas, en una ocupación militar que mas tarde le seguirían estados como Michoacán, Tamaulipas, Veracruz, Guerrero. El resultado ha sido la muy publicitada violencia masiva, la violación de derechos humanos y el aterrador caos en el norte.

Oficiales de la DEA, ansiosos por tener señales de una "victoria", ven a México como una repetición del "éxito" que tuvo Colombia desmantelando sus cárteles a finales de los años ochenta, pero ignoran las formas en las que esa presión ayudó a mejorar las estrategias de los exportadores colombianos y fomentó en las siguientes décadas el proceso tenso y sangriento que transformó la frontera de Estados Unidos y México, en palabras de Howard Campbell, en una "zona permanente de guerra del narcotráfico". Otros Estados más débiles como Guatemala y Honduras están preparados para absorber cualquier tráfico de cocaína que México desvíe. Hasta ahora, a pesar del pánico, la violencia mexicana se ha desbordado poco, lo cual significa que los mexicanos, como lo hicieron los colombianos, se están muriendo por los "gringos".

Una buena noticia en el movimiento de la cocaína hacia el norte y el incremento de violencia en cada uno de sus pasos, es que la crisis también se está desarrollando en una escena internacional rápidamente cambiante. En efecto, el último blowback es la objeción por parte de Latinoamérica. En 2008, una amplia coalición de líderes políticos Latinoamericanos (incluyendo ex presidentes de Colombia, México y Brasil) hicieron mordaces críticas públicas de la "guerra antidrogas" de Estados Unidos de los últimos 30 años, pidiendo un "cambio de paradigma", más atención a la salud pública, la reducción del daño y la activación de la sociedad civil. Algunas agencias de Naciones Unidas, que fracasaron en Colombia, están por primera vez cuestionando la fallida obsesión norteamericana por el control del suministro y la erradicación, y la crítica europea del Plan Colombia y de la Iniciativa Mérida está en ascenso. Se están cocinando cambios hemisféricos, desde las políticas nacionalistas desafiantes pro coca del presidente Evo Morales en Bolivia (donde la DEA se ha retirado oficialmente de la escena) hasta el experimento de la legalización de la posesión de drogas en lugares como Argentina, Brasil, México y la otrora provincia del norte de México, California e incluso en propio suelo Yanki donde ya hay 21 estados en los que se permite la marihuana medicinal y en otros mas para usos recreativos . Ya es hora de que el público y la élite política estadounidense presten atención a este cambio, así como al historial del efecto boomerang de la cocaína, que ha tenido su largo y volátil viaje hacia el norte.

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